Un día conocí un esqueleto, en el parque. Estaba sentado en un banco de piedra, rodeado de palomas blancas, y sonreía, pensativo. Me pareció muy raro encontrar un esqueleto en pleno parque, dando de comer a las palomas, y tan risueño y tranquilo, como si se acordara de una broma, solitario, en mitad de la tarde. Yo trabajaba de cartero; ya había repartido las cartas del día, y me sentía algo aburrido. De manera que fui a sentarme a su lado, para distraer las horas. No demoramos en conversar.
Me dijo que no tenía nombre. “Ningún esqueleto lo tiene”, dijo, y cuando el sol desapareció detrás de las nubes rojizas, se lamentó del frío. Sus dientes castañeaban. Se puso de pie y me propuso que fuéramos a tomar una tacita de chocolate, en cualquier lugar. “Tranquilo –me dijo–. Yo invito”. Lo contemplé de soslayo: no vi que llevara bolsillos, ni mucho menos dinero. Pero eso no me importó. Al fin encontramos un restaurante que anunciaba: Chocolate caliente a toda hora. Al entrar muchos comensales quedaron boquiabiertos. Algunas señoras gritaron; una de las meseras dejó caer una bandeja repleta de tazas; las tazas se volvieron trizas; varias rodajas de pan, queso y mantequilla, quedaron esparcidas por el piso. “¿Qué pasa?” pregunté, abochornado, aunque ya adivinaba a qué se debía aquel alboroto. “¿Quién es ése?”, me respondieron a coro, señalando a mi amigo.
“Perdón –dijo él–. Yo puedo presentarme solo. Soy un esqueleto. Tengan todos muy buenas tardes”.
“Oh –se asombró una señora, que llevaba un perrito faldero, de pelo amarillo, adornado con un collar de diamantes–. No puede ser. Un esqueleto que habla”.
Pues sí –dijo mi amigo, encogiendo los omoplatos–. “En realidad todos los esqueletos hablamos”. Avanzó parsimonioso, como si el equívoco hubiese quedado definitivamente esclarecido, y eligió una mesa, precisamente junto a la señora, y se sentó, con un gran ruido de huesos saludando. Después tuvo la ocurrencia de alargar los huesos de la mano y hacer juegos al perrito. Le dijo: “Qué lindo esqueleto de perro eres”. Y el perrito ladró, enfurecido, crispándose igual que un tigre. La señora se lo llevó al pecho, como si lo protegiera de la muerte. “Vaya –dijo mi amigo el esqueleto–, parece que su perrito no es de muy buen humor”. Su voz era opaca, profunda, pero amistosa. Hablaba como si ya nos conociera a todos, desde hace milenios; como la voz de un amigo; como si un amigo nos hablara por teléfono, desde muy lejos. La señora no se dignó responder. Se levantó de su silla y atenazando al perrito con todas sus fuerzas, le dijo: “Vámonos, Muñeco, lejos de este comediante disfrazado de esqueleto”. El perrito volvió a ladrar, irritado, como si respondiera: “Larguémonos ya”. Pero mi amigo el esqueleto elevó la voz, honda y húmeda, y aclaró: “Señora, no soy ningún comediante. “Soy sencillamente un esqueleto”.
El rostro de la señora, encendido y huraño como la cara de su perrito, se volvió y replicó: “¿De qué manicomio se ha escapado usted?”. Y después se esfumó, con todo y perrito.
Muchos otros comensales siguieron su ejemplo.
Mi amigo el esqueleto se acongojó; resopló; resonaron sus huesos; se rascó el occipital y meneó la cabeza. Pude oír repicar la decepción en su huesudo rostro; los huesos de su mandíbula parecieron alargarse. Suspiró, como el múltiple chasquido de una maraca, y me invitó con un silbido a que tomara asiento junto a él. “En esta vida todo es tan sencillo” –dijo–. “Yo no sé por qué las gentes se complican”. No respondí. Hubo un silencio incómodo. “Bueno –le dije, procurando consolarlo–, es mejor que ese perrito se haya ido; pudo haberse aprovechado de los huesos de su mano”. El esqueleto sonrió con los dientes.
“Pierda cuidado –dijo–, sé cuidarme solito”. Levantó el dedo índice y pidió a la rubia mesera dos tacitas de chocolate, por favor, sea amable. Y sin embargo la mesera nos susurró que tenía órdenes expresas de no atendernos, y que incluso el dueño del restaurante exigía que nos fuéramos inmediatamente.
“Pero si aquí hay chocolate a toda hora”, dije.
“Sí –me respondió ella–. “Pero no hay chocolate a toda hora para ustedes”.
“Lo suponía –terció mi amigo el esqueleto–. “Siempre ocurre lo mismo: desde hace mil años no he logrado que me ofrezcan una sola tacita de chocolate”. Y nos incorporamos, para marcharnos.
Bueno, lo cierto es que yo me preguntaba cómo haría el esqueleto para beber su tacita de chocolate. ¿Acaso el chocolate no se escurriría por entre sus costillas desnudas? Pero preferí guardar ese misterio: me parecía indiscreto, fuera de tono, preguntar a mi amigo sobre eso. Le dije, por el contrario: “¿Por qué no vamos a mi casa? “Lo invito a tomar chocolate”.
“Gracias –dijo, con una breve venia–. “Una persona como usted no se encuentra fácilmente, ni en trescientos años”.
Y así nos pusimos en camino hasta mi casa, que no quedaba lejos.
(Ya dije que yo era cartero. Pero nunca había tenido la alegría de entregarme una carta yo mismo: nadie me escribía, ni me llamaba por teléfono. Mi única amiga era mi mujer; de manera que un amigo esqueleto resultaba algo desconocido para mí; disfrutaba de la idea de tener el esqueleto como amigo).
Durante el camino el esqueleto siguió lamentándose del frío.
– ¿Por qué no usa un vestido? –le pregunté.
– Ojalá eso fuera posible –repuso con nostalgia–, pero ningún vestido me sirve. Ningún vestido tiene la talla de ningún esqueleto.
La gente detenía su paso para contemplarnos. Un niño, desde la ventanilla de un autobús, me señaló: “Mamá, ese hombre camina con un esqueleto”.
Me sentí algo cohibido. Nunca en mi vida había sido el centro de atracción. Pero mi amigo el esqueleto sí parecía acostumbrado.
– Notará usted que nos señalan –dijo–, no sé por qué les causo pavor si, en definitiva, cuando desaparecen las caras todos los esqueletos son iguales.
Es verdad, pensé, abrumado. Por dentro mi esqueleto no podría diferenciarse gran cosa de la facha de mi amigo: sonoro, pero tranquilo, caminando serenamente por las calles, a la búsqueda de una tacita de chocolate.
Llegamos a casa cuando anochecía.
Mi mujer abrió la puerta y pegó un alarido.
– Tranquila –dije–, es solamente nuestro amigo el esqueleto de visita.
Mi amigo sonrió con la mejor de sus sonrisas. Los huesos de su boca parecieron sonajeros; hizo una gran venia, que a mí se me antojó desmesurada, cogió delicadamente con los huesos de sus dedos la mano de mi mujer y se dobló con gran estrépito de fémures y la besó con sus dientes desnudos. Tuve que inclinarme veloz para atrapar a mi mujer en el aire, pues se había desmayado. Ayudado por el esqueleto la cargamos hasta la cama. Le di a oler un frasquito de sales. Mi mujer se recuperó sin mucho esfuerzo, tembló, parpadeó, arrojó un tibio suspiro, abrió los ojos, vio al esqueleto y volvió a desmayarse. Yo iba a reñirla, por su falta de ánimo, cuando mi amigo puso una de sus frías manos en mi hombro y dijo, con su voz más profunda: “Tranquilo, eso les pasa siempre a las mujeres cuando les doy un beso en la mano. Perdóneme. “Creí que su mujer era tan amigable como usted”. Salimos de la habitación y nos sentamos en la salita, a esperar que mi mujer despertara de nuevo.
Y, en efecto, poco más tarde oímos su voz. Hablaba por teléfono, con su madre.
– ¡Mamá! –decía–. ¡Soñé que un esqueleto me besaba la mano! ¡Sí! ¡Un esqueleto! ¡Fue horrible! ¡Peor que una pesadilla!
El esqueleto y yo cruzamos una mirada significativa, y luego lanzamos, al tiempo, la misma risita de cómplices: tremenda sorpresa iba a darse mi mujer cuando saliera y…
– ¡Ay! –volvió a gritar ella, de pie, ante nosotros, pellizcándose las mejillas como si deseara comprobar si de verdad seguía despierta.
– Oye –le dije–. No te desmayes otra vez. Te repito que este es nuestro amigo el esqueleto y lo he traído a que se tome una tacita de chocolate; desde hace mil años nadie ha querido convidarlo a una tacita. Ven y te lo presento. Siéntate a nuestro lado.
Mi mujer me miró sin dar crédito. Pero después tragó saliva, respiró profundo, y se decidió: Caminando en la punta de sus zapatos se acercó a nosotros, saludó nerviosamente al esqueleto y se sentó.
– Hace un buen tiempo, ¿cierto? –preguntó–. En ese preciso instante empezaba a llover; truenos y relámpagos se anudaban y estallaban relumbrando como azules cataratas contra el vidrio de las ventanas. Un frío de pánico nos estremeció.
“Sí, por cierto –dijo el esqueleto, condescendiente–. “Hace un tiempo magnífico”. Y empezamos a charlar. Nuestro amigo resultó un gran conversador: desplegó un ingenio absolutamente encantador; su voz era un eco acogedor; debía de ser el esqueleto de un poeta, o algo así; mi mujer olvidó la desconfianza y se divirtió de lo lindo escuchando sus proezas, sus anécdotas de viaje, sus experiencias de esqueleto conocedor.
Pues conocía todos los países. Era, en realidad, un hombre de mundo, o, mejor, un esqueleto de mundo. Había participado en todas las guerras, discutió con Platón, cenó en compañía de Shakespeare, danzó con la reina Cleopatra, se emborrachó con Alejandro Magno, incluso viajó a la luna, de incógnito, en 1968, y además presenció el diluvio: fue uno de los pocos que se salvaron en el arca de Noé. Mi mujer soñaba oyéndolo, deslumbrada. “Es usted inigualable”, dijo, con sinceridad. “Oh”, se complació el esqueleto (y yo diría que se ruborizó). “Gracias –dijo–, pero todos somos los mismos esqueletos. “Mil gracias de todos modos”.
Yo le recordé a mi mujer que había invitado a nuestro amigo a un chocolate. Ella sonrió y prometió traernos el mejor chocolate con canela del mundo, mucho más delicioso que el que preparaba la reina Cleopatra: Y fue a la cocina.
Propuse mientras tanto a nuestro amigo que jugáramos un partido de ajedrez. “Oh sí –dijo–, no hace mucho jugué con Napoleón y lo vencí”. Y ya disponíamos las fichas sobre el tablero, contentos y sin prisa, en el calor de los cojines de la sala, y con la promesa alentadora de una tacita de chocolate, cuando vi que mi mujer me hacía una angustiosa seña desde la cocina. Inventé una excusa cualquiera y fui donde ella.
– ¿Qué sucede? –le pregunté.
Ella me explicó enfurruñada que no había chocolate en la alacena. “Esta mañana se acabaron las dos últimas pastillas –me susurró–, ¿no te acuerdas?”. Yo ya iba a responder cuando, detrás de nosotros, sentimos la fría pero amigable presencia del esqueleto. “No se preocupen por mí –dijo, preocupadísimo, y se rascó los huesos de la cabeza–. No me digan.
Sé muy bien lo que sucede. No hay chocolate. Y ninguno de ustedes tiene un centavo para comprar tres pastillas de chocolate, una por cada taza. “No me digan”.
Mi mujer y yo enrojecimos como tomates. Era cierto. En ese momento ninguno de los dos tenía un solo peso.
– Ya es costumbre para mí –dijo el esqueleto–. Esta es una época difícil para el mundo.
Pero no se preocupen, por favor. Además, debo irme. Acabo de recordar que hoy tengo la oportunidad de viajar a la Argentina, y debo acudir. Ustedes perdonen. Fueron muy formales. Muy gentiles.
Su voz era cálida, aunque cada vez más distante, una especie de voz en el agua; como si su voz empezara a desaparecer primero que sus huesos. Y nos lanzó la mejor de sus sonrisas y se dirigió a la puerta y regresó y volvió a despedirse y de nuevo se dispuso a marchar a la puerta –en medio de otra sonora sonrisa–, de modo que sus huesos como campanas iban de un lado para otro, indecisos, igual que su despedida. A pesar de su alborozo aparente, a mí me pareció un poco triste; acaso estaba cansado de caminar por el mundo desde hace mil años, sin que nadie lograra facilitarle al fin una tacita de chocolate.
Nos dijo, antes de retirarse definitivamente, que esa misma noche viajaría de incógnito, en un circo, a la Argentina. “Me gustan los circos –dijo–. Prefiero viajar en los circos, puedo pasar inadvertido, muchas veces me confunden con payaso, “lo que me hace reír”.
Nos hizo una graciosa venia de poeta, y esta vez mi mujer se dejó besar la mano sin desmayarse. En la noche, borrascosa y fría, vimos a nuestro amigo desaparecer, lentamente, como su voz, iluminado a pedazos por las bombillas nocturnas. Entonces oímos un grito.
Era una mujer, una vecina, que acababa de descubrir al esqueleto en la mitad de un ramalazo de luz.
La vimos pasar corriendo, como alma en pena.
– ¡Un esqueleto! –nos gritó aterrada–. ¡He visto un esqueleto!
– Quédese tranquila –repuso mi mujer–. Ese esqueleto es todo un príncipe. Acaba de visitarnos. Se va en un circo a la Argentina.
Después, ya a solas, pensamos que hubiera sido bueno decir a nuestro amigo que volviera cualquier día, cuando quisiera, y que siempre sería bienvenido. Pero ya el esqueleto había desaparecido. De cualquier manera, si en las noches de tormenta golpean a la puerta, mi mujer y yo guardamos la esperanza de que sea nuestro amigo. Pues desde entonces le tenemos una tacita de chocolate, para el frío.
“Oh –se asombró una señora, que llevaba un perrito faldero, de pelo amarillo, adornado con un collar de diamantes–. No puede ser. Un esqueleto que habla”.
Pues sí –dijo mi amigo, encogiendo los omoplatos–. “En realidad todos los esqueletos hablamos”. Avanzó parsimonioso, como si el equívoco hubiese quedado definitivamente esclarecido, y eligió una mesa, precisamente junto a la señora, y se sentó, con un gran ruido de huesos saludando. Después tuvo la ocurrencia de alargar los huesos de la mano y hacer juegos al perrito. Le dijo: “Qué lindo esqueleto de perro eres”. Y el perrito ladró, enfurecido, crispándose igual que un tigre. La señora se lo llevó al pecho, como si lo protegiera de la muerte. “Vaya –dijo mi amigo el esqueleto–, parece que su perrito no es de muy buen humor”. Su voz era opaca, profunda, pero amistosa. Hablaba como si ya nos conociera a todos, desde hace milenios; como la voz de un amigo; como si un amigo nos hablara por teléfono, desde muy lejos. La señora no se dignó responder. Se levantó de su silla y atenazando al perrito con todas sus fuerzas, le dijo: “Vámonos, Muñeco, lejos de este comediante disfrazado de esqueleto”. El perrito volvió a ladrar, irritado, como si respondiera: “Larguémonos ya”. Pero mi amigo el esqueleto elevó la voz, honda y húmeda, y aclaró: “Señora, no soy ningún comediante. “Soy sencillamente un esqueleto”.
El rostro de la señora, encendido y huraño como la cara de su perrito, se volvió y replicó: “¿De qué manicomio se ha escapado usted?”. Y después se esfumó, con todo y perrito.
Muchos otros comensales siguieron su ejemplo.
Mi amigo el esqueleto se acongojó; resopló; resonaron sus huesos; se rascó el occipital y meneó la cabeza. Pude oír repicar la decepción en su huesudo rostro; los huesos de su mandíbula parecieron alargarse. Suspiró, como el múltiple chasquido de una maraca, y me invitó con un silbido a que tomara asiento junto a él. “En esta vida todo es tan sencillo” –dijo–. “Yo no sé por qué las gentes se complican”. No respondí. Hubo un silencio incómodo. “Bueno –le dije, procurando consolarlo–, es mejor que ese perrito se haya ido; pudo haberse aprovechado de los huesos de su mano”. El esqueleto sonrió con los dientes.
“Pierda cuidado –dijo–, sé cuidarme solito”. Levantó el dedo índice y pidió a la rubia mesera dos tacitas de chocolate, por favor, sea amable. Y sin embargo la mesera nos susurró que tenía órdenes expresas de no atendernos, y que incluso el dueño del restaurante exigía que nos fuéramos inmediatamente.
“Pero si aquí hay chocolate a toda hora”, dije.
“Sí –me respondió ella–. “Pero no hay chocolate a toda hora para ustedes”.
“Lo suponía –terció mi amigo el esqueleto–. “Siempre ocurre lo mismo: desde hace mil años no he logrado que me ofrezcan una sola tacita de chocolate”. Y nos incorporamos, para marcharnos.
Bueno, lo cierto es que yo me preguntaba cómo haría el esqueleto para beber su tacita de chocolate. ¿Acaso el chocolate no se escurriría por entre sus costillas desnudas? Pero preferí guardar ese misterio: me parecía indiscreto, fuera de tono, preguntar a mi amigo sobre eso. Le dije, por el contrario: “¿Por qué no vamos a mi casa? “Lo invito a tomar chocolate”.
“Gracias –dijo, con una breve venia–. “Una persona como usted no se encuentra fácilmente, ni en trescientos años”.
Y así nos pusimos en camino hasta mi casa, que no quedaba lejos.
(Ya dije que yo era cartero. Pero nunca había tenido la alegría de entregarme una carta yo mismo: nadie me escribía, ni me llamaba por teléfono. Mi única amiga era mi mujer; de manera que un amigo esqueleto resultaba algo desconocido para mí; disfrutaba de la idea de tener el esqueleto como amigo).
Durante el camino el esqueleto siguió lamentándose del frío.
– ¿Por qué no usa un vestido? –le pregunté.
– Ojalá eso fuera posible –repuso con nostalgia–, pero ningún vestido me sirve. Ningún vestido tiene la talla de ningún esqueleto.
La gente detenía su paso para contemplarnos. Un niño, desde la ventanilla de un autobús, me señaló: “Mamá, ese hombre camina con un esqueleto”.
Me sentí algo cohibido. Nunca en mi vida había sido el centro de atracción. Pero mi amigo el esqueleto sí parecía acostumbrado.
– Notará usted que nos señalan –dijo–, no sé por qué les causo pavor si, en definitiva, cuando desaparecen las caras todos los esqueletos son iguales.
Es verdad, pensé, abrumado. Por dentro mi esqueleto no podría diferenciarse gran cosa de la facha de mi amigo: sonoro, pero tranquilo, caminando serenamente por las calles, a la búsqueda de una tacita de chocolate.
Llegamos a casa cuando anochecía.
Mi mujer abrió la puerta y pegó un alarido.
– Tranquila –dije–, es solamente nuestro amigo el esqueleto de visita.
Mi amigo sonrió con la mejor de sus sonrisas. Los huesos de su boca parecieron sonajeros; hizo una gran venia, que a mí se me antojó desmesurada, cogió delicadamente con los huesos de sus dedos la mano de mi mujer y se dobló con gran estrépito de fémures y la besó con sus dientes desnudos. Tuve que inclinarme veloz para atrapar a mi mujer en el aire, pues se había desmayado. Ayudado por el esqueleto la cargamos hasta la cama. Le di a oler un frasquito de sales. Mi mujer se recuperó sin mucho esfuerzo, tembló, parpadeó, arrojó un tibio suspiro, abrió los ojos, vio al esqueleto y volvió a desmayarse. Yo iba a reñirla, por su falta de ánimo, cuando mi amigo puso una de sus frías manos en mi hombro y dijo, con su voz más profunda: “Tranquilo, eso les pasa siempre a las mujeres cuando les doy un beso en la mano. Perdóneme. “Creí que su mujer era tan amigable como usted”. Salimos de la habitación y nos sentamos en la salita, a esperar que mi mujer despertara de nuevo.
Y, en efecto, poco más tarde oímos su voz. Hablaba por teléfono, con su madre.
– ¡Mamá! –decía–. ¡Soñé que un esqueleto me besaba la mano! ¡Sí! ¡Un esqueleto! ¡Fue horrible! ¡Peor que una pesadilla!
El esqueleto y yo cruzamos una mirada significativa, y luego lanzamos, al tiempo, la misma risita de cómplices: tremenda sorpresa iba a darse mi mujer cuando saliera y…
– ¡Ay! –volvió a gritar ella, de pie, ante nosotros, pellizcándose las mejillas como si deseara comprobar si de verdad seguía despierta.
– Oye –le dije–. No te desmayes otra vez. Te repito que este es nuestro amigo el esqueleto y lo he traído a que se tome una tacita de chocolate; desde hace mil años nadie ha querido convidarlo a una tacita. Ven y te lo presento. Siéntate a nuestro lado.
Mi mujer me miró sin dar crédito. Pero después tragó saliva, respiró profundo, y se decidió: Caminando en la punta de sus zapatos se acercó a nosotros, saludó nerviosamente al esqueleto y se sentó.
– Hace un buen tiempo, ¿cierto? –preguntó–. En ese preciso instante empezaba a llover; truenos y relámpagos se anudaban y estallaban relumbrando como azules cataratas contra el vidrio de las ventanas. Un frío de pánico nos estremeció.
“Sí, por cierto –dijo el esqueleto, condescendiente–. “Hace un tiempo magnífico”. Y empezamos a charlar. Nuestro amigo resultó un gran conversador: desplegó un ingenio absolutamente encantador; su voz era un eco acogedor; debía de ser el esqueleto de un poeta, o algo así; mi mujer olvidó la desconfianza y se divirtió de lo lindo escuchando sus proezas, sus anécdotas de viaje, sus experiencias de esqueleto conocedor.
Pues conocía todos los países. Era, en realidad, un hombre de mundo, o, mejor, un esqueleto de mundo. Había participado en todas las guerras, discutió con Platón, cenó en compañía de Shakespeare, danzó con la reina Cleopatra, se emborrachó con Alejandro Magno, incluso viajó a la luna, de incógnito, en 1968, y además presenció el diluvio: fue uno de los pocos que se salvaron en el arca de Noé. Mi mujer soñaba oyéndolo, deslumbrada. “Es usted inigualable”, dijo, con sinceridad. “Oh”, se complació el esqueleto (y yo diría que se ruborizó). “Gracias –dijo–, pero todos somos los mismos esqueletos. “Mil gracias de todos modos”.
Yo le recordé a mi mujer que había invitado a nuestro amigo a un chocolate. Ella sonrió y prometió traernos el mejor chocolate con canela del mundo, mucho más delicioso que el que preparaba la reina Cleopatra: Y fue a la cocina.
Propuse mientras tanto a nuestro amigo que jugáramos un partido de ajedrez. “Oh sí –dijo–, no hace mucho jugué con Napoleón y lo vencí”. Y ya disponíamos las fichas sobre el tablero, contentos y sin prisa, en el calor de los cojines de la sala, y con la promesa alentadora de una tacita de chocolate, cuando vi que mi mujer me hacía una angustiosa seña desde la cocina. Inventé una excusa cualquiera y fui donde ella.
– ¿Qué sucede? –le pregunté.
Ella me explicó enfurruñada que no había chocolate en la alacena. “Esta mañana se acabaron las dos últimas pastillas –me susurró–, ¿no te acuerdas?”. Yo ya iba a responder cuando, detrás de nosotros, sentimos la fría pero amigable presencia del esqueleto. “No se preocupen por mí –dijo, preocupadísimo, y se rascó los huesos de la cabeza–. No me digan.
Sé muy bien lo que sucede. No hay chocolate. Y ninguno de ustedes tiene un centavo para comprar tres pastillas de chocolate, una por cada taza. “No me digan”.
Mi mujer y yo enrojecimos como tomates. Era cierto. En ese momento ninguno de los dos tenía un solo peso.
– Ya es costumbre para mí –dijo el esqueleto–. Esta es una época difícil para el mundo.
Pero no se preocupen, por favor. Además, debo irme. Acabo de recordar que hoy tengo la oportunidad de viajar a la Argentina, y debo acudir. Ustedes perdonen. Fueron muy formales. Muy gentiles.
Su voz era cálida, aunque cada vez más distante, una especie de voz en el agua; como si su voz empezara a desaparecer primero que sus huesos. Y nos lanzó la mejor de sus sonrisas y se dirigió a la puerta y regresó y volvió a despedirse y de nuevo se dispuso a marchar a la puerta –en medio de otra sonora sonrisa–, de modo que sus huesos como campanas iban de un lado para otro, indecisos, igual que su despedida. A pesar de su alborozo aparente, a mí me pareció un poco triste; acaso estaba cansado de caminar por el mundo desde hace mil años, sin que nadie lograra facilitarle al fin una tacita de chocolate.
Nos dijo, antes de retirarse definitivamente, que esa misma noche viajaría de incógnito, en un circo, a la Argentina. “Me gustan los circos –dijo–. Prefiero viajar en los circos, puedo pasar inadvertido, muchas veces me confunden con payaso, “lo que me hace reír”.
Nos hizo una graciosa venia de poeta, y esta vez mi mujer se dejó besar la mano sin desmayarse. En la noche, borrascosa y fría, vimos a nuestro amigo desaparecer, lentamente, como su voz, iluminado a pedazos por las bombillas nocturnas. Entonces oímos un grito.
Era una mujer, una vecina, que acababa de descubrir al esqueleto en la mitad de un ramalazo de luz.
La vimos pasar corriendo, como alma en pena.
– ¡Un esqueleto! –nos gritó aterrada–. ¡He visto un esqueleto!
– Quédese tranquila –repuso mi mujer–. Ese esqueleto es todo un príncipe. Acaba de visitarnos. Se va en un circo a la Argentina.
Después, ya a solas, pensamos que hubiera sido bueno decir a nuestro amigo que volviera cualquier día, cuando quisiera, y que siempre sería bienvenido. Pero ya el esqueleto había desaparecido. De cualquier manera, si en las noches de tormenta golpean a la puerta, mi mujer y yo guardamos la esperanza de que sea nuestro amigo. Pues desde entonces le tenemos una tacita de chocolate, para el frío.
que chulo me encanta
ResponderEliminarMe alegra mucho que te guste Almudena.
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